En la selva de Congolandia todos los animales, grandes y pequeños vivían en paz. La serpiente, por jugar, se enroscaba en la gorda pata del elefante. El hipopótamo tomaba sol panza arriba soltando unos bostezos que hacían temblar la tierra. Los osos bailaban al son de una música que sólo ellos oían. La jirafa llevaba sobre su lomo, trotando, a los hijos del leopardo. Tenían un rey, León I, muy viejo. Y, como casi todos los viejos, sabio. No se enfadaba ni cuando su hijo Leoncín se negaba a tomar clase de rugidos porque decía que era aburridísimo. El joven león,la fuerza de la gacela en vez de rugir, se ponía a imitar el grito de Tarzán que andaba por ahí de rama en rama con sus monos detrás. Pero un día se acabó la tranquilidad. Un tigre venido de lejanas tierras estaba sembrando el terror entre los súbditos de León I. No dejaba cebra, jabalí o conejo con vida. De ese modo, los demás animales carnívoros de la selva se quedaban sin comer. Los cachorros ya no podían salir